jueves, 4 de octubre de 2007

La Tormenta

La Tormenta

Se fue armando en un costado del cielo,
allá, a lo lejos, silenciosa, agazapada,
como si quisiera pasar inadvertida,
apenas algo oculto detrás del monte.
La delataba la electricidad acumulada en el aire,
la cerrazón, ese color oscuro,
plomizo, que adoptaba el cielo
y su olor a hembra, a agua impregnando el aire.

La dejé con sus preparativos,
¿Qué otra cosa podía hacer?
Me quedé quieto.
Plantado en mi lugar.
Eso debe haberla confundido,
la dejé que me aceche,
que se me venga encima.
Sabía que en algún momento
ella intentaría caer sobre mi, brutal, definitiva.
Antes de eso,
en una de sus profundas inspiraciones,
permitió que clareara.
Entonces me moví.
Salí bordeando el noroeste,
despacito, pero de manera irrevocable.
Me fui.
No me dejé atrapar.
Ella me vio cuando ya era tarde.
Lo supo al instante.
Supo que de nada le valdría toda esa furia,
todo ese aguacero que descargaba sobre mi.
De todas formas arrasó mi camino con sus andanadas,
con sus ráfagas de viento, ramas y hojas arrancadas.
Su enojo no era chiste ni cosa menor,
yo lo sabia pero me le estaba yendo,
escapando, después que la había dejado
que se me viniera encima.
Según los lugares mi caballo galopaba o iba al paso.
De esa forma, a veces casi a ciegas,
fuimos llegando al refugio,
allí donde yo era fuerte.
Llegue cantando, entonando canciones alegres,
canciones de batallas con sus triunfos y derrotas.
Así entre en mi casa.
Ella me seguía acechando desde afuera,
maldiciendo su suerte,
haciéndolo retumbar todo con sus truenos y relámpagos.
Me hubiera gustado verle la cara,
seguro que reía.
Reía por mis mañas,
al fin de cuentas
éramos viejos conocidos.

Enrique 2.- 10.- 2007